jueves, 20 de marzo de 2014

Donna Tartt, Greenwood, Misisipí, 1963


Donna Tartt, magnífica escritora aunque también vendedora de best-sellers, en opinión de la critica "en su caso se borran las distancias que separan la alta de la baja literatura". En realidad la frase es incorrecta. De la misma forma en que una mujer no puede estar "un poquito" embaraza, tampoco podemos hablar -creo yo- de baja, media o alta "literatura". Se hace literatura de la misma forma que se hace arquitectura. O es literatura o no es literatura -sino libros de consumo-. Se hace arquitectura o no se hace arquitectura. Y lo mismo pudiera decirse de cualquier otra disciplina artística, ya sea cinematrografía, o música. Hablemos de pintar, por ejemplo. ¿No se trata acaso de lo mismo? Pintar puede pintar cualquiera. Alcanzar un estilo personal, es patrimonio de muy pocos.

De la misma forma, o de forma muy similar, a lo que en arquitectura denominamos "atmósfera", la autora habla de "estado de ánimo".

Antes de empezar a escribir hay que propiciar un cierto estado de ánimo de carácter muy oscuro. En el caso de mi primera novela, "El secreto", la angustiosa sensación de aislamiento se concreta en un college de Vermont. En "El jilguero", que transcurre en Nueva York, Ámsterdan y Las Vegas, todo empieza cuando las cosas se tuercen en un lugar tan (aparentemente) elegante como Park Avenue. 

Hace unos días yo hablé, a propósito de la restauración de una fachada en el centro histórico de Santiago de Chile, de la casualidad, como incorporación a mi técnica de dirección de obra. Donna habla de algo parecido:

En realidad yo no sé que va a pasar cuando escribo. Suelo dejar que el azar decida por mí. En mi opinión, las novelas en las que todo está perfectamente trabado de antemano acaban siendo necesariamente aburridas. Si no hay sorpresas para el escritor, no las puede haber para el lector.

Me vienen a la cabeza palabras del arquitecto Gerardo Ayala, mi querido profesor: "la arquitectura es sorpresa". Caminar por un pasillo o atravesar un umbral. Y de pronto, algo que no habíamos previsto: la sorpresa.

Sorpresa y casualidad. Dos palabras que tengo en mente cuando intento -no siempre se consigue- proyectar.

Arquitectura y construcción. De vuelta la entrevista con Donna Tartt me sorprende. Parece que ambos ejercemos la misma profesión.

Escribir una novela es como construir un edificio. Hay que dar prioridad a la estructura. Empecé como poeta y sé que en un poema  se puede ser todo lo inventivo que se quera con el lenguaje, pero si no quieres que se te derrumbe una novela, sobre todo si son tan extensas como las mías, no queda más remedio que ser clásico. 

Clásico, por supuesto, en el sentido renovador del término. La modernidad hoy, en muchas ocasiones, supone mirar a los clásicos con respeto, pero sin idolatración. Lo mismo que los monumentos: hay que respetar lo recibido, pero con cierta distancia respecto de la enorme presión que pudiera atenazarnos si únicamente valoramos el nombre del autor -¿quién se atrevería a trabajar sobre la obra de un maestro absoluto?- o el paso de los años -¿cómo intervenir sobre un edificio construido hace -digamos- más de 1000 años?

No puedo evitar aquí citar a Javier Marías (EPS, n° 1955, 16 de marzo de 2014, pág. 86):

Ya saben, una de las definiciones de "clásico" viene a decir que son obra que, cada vez que uno vuelve a ellas, encuentra algo importante que en anteriores ocasiones le pasó inadvertido; o bien obra que, aunque ya las conozcamos, indefectiblemente captan nuestra atención y nos invitan a quedarnos en su compañía: si se trata de música, a escucharla entera por enésima vez; si es un cuadro, a escrutarlo con fascinación. Más mérito tienen, a mi modo de ver, las novelas y las películas, que hasta cierto punto confían en la historia que cuentan para interesar, y si esa historia ya nos las sabemos, por fuerza han perdido uno de sus principales atractivos en una segunda lectura o ne un décima contemplación. 

A la opera se viene con el argumento sabido, como dijo un buen amigo mío a propósito de la no necesidad de subtítulos. No importa el libreto, sino la atmósfera. Otra vez lo mismo: "atmósfera". Siempre atmósfera.
Por último, sobre las criticas a un trabajo creativo. Un magnífico consejo de Donna Tartt:

Hace muchos años conocí a Ken Kesey, el autor de "Alguién voló sobre el nido del cuco". Yo estaba empezando y jamás me he olvidado del consejo que me dio entonces: "no lea las críticas". Las favorables no ayudan, y las negativas hacen daño. 

Yo, en cualquier caso, no puedo evitar hacerlo. Me gustan las criticas hacia mi trabajo. Siempre me han hecho crecer. Sobre todo, por supuesto, las de aquellos a los que no gustaron mis decisiones.

Luis Cercós
Buenos Aires