jueves, 1 de abril de 2010

la casa de papel



Siempre que puedo intento desayunar en un pequeño barcito que hay en el número 28 de la madrileña calle de la Quintana (metro Argüelles). Se llama LEX y está atendido por unas amables y aparentemente felices mujeres. Si pruebas su tortilla de patatas, te costará encontrar un sitio mejor. Merece también la pena parar a eso de las dos de la tarde y aprovechar para comer alguno de los platos de su pequeña y casera carta. No sé por qué, pero allí me encuentro bien. Conocí el lugar porque en ese edificio tenía su despacho uno de mis mejores amigos.

Si tengo tiempo y por la misma acera, dejando la calle Ferraz a mi espalda, suelo aprovechar para perder unos minutos en los anaqueles de la librería Naos (http://www.naoslibros.es/), más de 26.000 volúmenes permanentemente dedicados a la arquitectura y a temas afines. Hace unos días, mientras me cobraban unas revistas, vi cerca de la caja un librito que llamó mi atención: la casa de papel de Carlos María Domínguez, un argentino, diez año mayor que yo, pero residente desde 1989 en Montevideo (Uruguay). Reconozco que esa relación uruguayo-argentina llamó mi atención, pues era similar a la de mi esposa, pero inversa.

La primera página me pareció tan soberbia que incluí aquel librito entre las compras del día:

“En la primavera de 1998, Bluma Lennon compró en una librería del Soho un viejo ejemplar de los Poemas de Emily Dickinson, y al llegar al segundo poema, sobre la primera bocacalle, la atropelló un automóvil.

Los libros cambian el destino de las personas. Unos leyeron El tigre de Malasia y se convirtieron en profesores de literatura en remotas universidades. Siddhartha llevó al hinduismo a decenas de miles de jóvenes, Hemingway los convirtió en deportistas, Dumas trastornó la vida de miles de mujeres y no pocas fueron salvadas del suicidio por manuales de cocina. Bluma fue su víctima.

Pero no la única. El viejo profesor de lenguas antiguas, Leonard Wood, quedó hemipléjico al recibir cinto tomos de la Enciclopedia Británica en la cabeza, desprendidos de un estante de su biblioteca; mi amigo Richard se quebró una pierna al intentar llegar hasta ¡Absalón, Absalón!, de William Faulkner, mal ubicado en un estante que lo llevó a caer de la escalera. Otro amigo de Buenos Aires enfermó de tuberculosis en los sótanos de un archivo público y conocí a un perro chileno que murió indigestado con Los hermanos Karamazov, después de devorar sus páginas en una tarde de furia.

Cada vez que mi abuela me veía leer en la cama, solía decirme: “Dejá eso, que los libros son peligrosos”.

Recuerdo que ese día había quedado a comer con Mariela en Caballito (C/ Bailén, 7) y allí, entre vino argentino, empanadas y un excelente asado de tira, la leí estos mismos párrafos.

El pasado lunes, mientras movía con mi suegro un pesado sillón, sentí que algo se rompía en el lado inferior derecho de mi espalda. Desde entonces camino inclinado y tengo unos dolores horrorosos que me han estropeado los modestos planes de estas vacaciones de semana santa.

Otro amigo mío dice que las cosas no son fortuitas y que nosotros somos los verdaderos arquitectos de nuestros éxitos y, por tanto, también de nuestros males. Sí yo estoy en cama ahora es porque yo mismo decidí que debía tomar un momento para descansar, recuperarme y, sobre todo, pensar. Mejor dicho, reflexionar.

También para leer.

Ayer terminé la citada casa de papel. Una casa ligera construida con libros en Rocha, un lugar de la costa del Uruguay. Allí quiso también tener una casa mi cuñado. Quizá algún día la consiga.

Mientras tanto, bendigo el día que conocí la existencia de un mundo al otro lado del Atlántico. Porque como dicen en Juan y José, esa magnifica pero poco conocida canción de Joan Manuel Serrat, ¿por qué conformarse con este lugar, habiendo toda una América al otro lado del mar?

Pero volviendo a la casa de papel, “a lo largo de los años he visto libros destinados a equilibrar la pata manca de una mesa; los conocí convertidos en mesa de luz, dispuestos en forma de torre y con un paño por encima; muchos diccionarios han planchado y prensado más objetos que las oportunidades en que fueron abiertos, y no pocos libros guardan, disimulados en los estantes, cartas, dinero, secretos. Las personas también cambian el destino de los libros”.

Y reciprocamente, algunos libros, cambian el destino de las personas.
 
Del que estoy leyendo a continuación, si os parece, os hablaré mañana.

Luis Cercós (LC-Architects) http://www.lc-architects.com/

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